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La primera vez que vi un espectáculo de danza, fue una coreografía de la vida de Antonieta Rivas Mercado en el archipiélago chapultepeco del Centro Cultural del Bosque. Aquella vez tendría 5 o 6 años y recuerdo con absoluta nitidez dos imágenes que me sorprendieron mucho: una era un comodín monumental pintado como una Notre Dame abstracta que bajaba de los cielos de aquel teatro y la otra era un bailarín que se elevaba por el aire agitando sus piernas como las alas de un colibrí. Ahora sé que eso se llama cabriolé, pero entonces mi visión ingenua de aquel salto me hacía pensar que ese hombre volaba con el batido de sus piernas y al salir del teatro salté y salté por las calles en un desesperado intento de emular el vuelo de aquel Ícaro.Nunca me imaginé que algún día yo también iba a ponerle a mis botas las alas de Mercurio y volar como el colibrí. El primer día de clase en la ENDCC fue un día oscuro, lluvioso, poco esperanzador para los supersticiosos. Agosto es cálido en las calles, pero en los pasillos de cristal de mi escuela se puede vivir la frialdad de atravesar un espejo y es que entrar en la “licuadora” es entrar en lo más profundo de tu reflejo y vas dejando mente, alma, tripas, corazón y aliento a la trituración de esta máquina inmensa de bailarines. Es digno de reflexión el hecho de que nuestras paredes sean de vidrio, pues a esa misma transparencia uno va llegando paulatinamente, en cada clase, en cada día se van dejando las anclas y los disfraces que llevamos encima hasta encontrar el punto exacto de la desnudez con el que puedes asumir con dignidad y humildad la oportunidad de mostrarte en escena. Cinco años después de tomar mi primera clase en la ENDCC, me doy cuenta que la danza es una singular dama (porque de tener género, en definitiva sería fémina) celosa, arrogante, demandante, intrigosa, despiadada y violenta, pero que tiene un encanto que lo compensa todo: es una excelente amante; es sublime la manera en que te eleva por los aires y luego te arrastra por el linóleo en un swing de espasmos.
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